Carpeta

La puerta se abrió silenciosamente.
La sonrisa que apareció detrás era amplia y amable. Los dientes de un color blanco envidiable, pero que no generaban la incomodidad de los de las publicidades de dentífricos.

"Bienvenido,", dijo una voz agradable y firme, "adelante".

La habitación, si podía llamársele así, era luminosa y amplia. Qué tan amplia, sería difícil de precisar, ya que el piso y techo parecían difuminarse, fundirse con un fondo impreciso. Era algo desconcertante, pero no inquietante. De alguna manera todo parecía raro, pero no "anormal".

"Tomá asiento", me dijo, señalándome un sillón que resultó ser tan mullido como aparentaba, y del que deseé no tener que pararme nunca.

Se sentó frente a mí, entonces, y apoyó sobre su túnica blanca una carpeta que comenzó a hojear. En la tapa se leía mi nombre y la palabra "ómnibus".

A medida de que pasaban los minutos su rostro se ponía más serio, lo que incrementaba sensiblemente mi preocupación.

Luego de un prolongado silencio de esos que dan miedo romper, llegó al final del documento, lo cerró, y lo apoyó en su regazo. Y suspiró.

...

El sonido de la bocina me sobresaltó. No tengo idea de cómo sucedió, pero el instinto me hizo pegar un salto hacia atrás, y vi pasar todo el ómnibus a centímetros de mi nariz. Sentí el calor del motor, el olor del humo en mi rostro.

Di unos pasos hacia atrás y miré a mi alrededor. Algunas caras me miraban con reprobación. La vergüenza que sentí no fue suficiente como para eclipsar el alivio de darme cuenta de que estaba vivo.

Tardé unos segundos en recuperar las funciones motoras, y cuando quise ver estaba yendo a casa corriendo.

Subí los dos pisos de a escalón por medio, abrí la puerta y me fui directo al dormitorio a revisar los cajones. En algún lado estaba el cuaderno, pero ¿dónde?

Al final lo encontré. Casi no se leía (maldita costumbre de escribir con grafos HB), pero allí estaban, su nombre y su número.

La llamé.

...

"No entiendo", me dijo.

Hice silencio porque asumí que nadie dice "no entiendo" si no pretende continuar la frase, pero como no seguía, tuve que preguntar. "¿Qué cosa?".

"¿Sabés dónde estás, no?".

"Tengo una idea", fue la respuesta más convincente que pude dar, sin jugármela, no porque no intuyera dónde estaba, sino por miedo a pasar vergüenza.

"Bueno, tenés la idea correcta", dijo, mientras levantaba significativamente las cejas. "Felicitaciones, tenés todos los méritos necesarios".

"Bien", dije, sabiendo que no era el final de la conversación.

"Mirá, te vengo siguiendo hace años, o sea, es mi trabajo, y..."

"¿Y...?". Ya había aprendido que los silencios los dejaba para hacer completados. Se me podrán reprochar varias cosas, pero no el no tomar notas mentales.

Dejó caer su cabeza e hizo el ruido de quien está roncando.

...

Llegó a las 9 en punto al local. Buscó con la mirada hasta que me vio haciéndole señas. Sonrió y se acercó.

Hablamos toda la noche, entre cervezas (ella), coca-colas (yo) y pizzas (los dos). Me contó de sus aventuras, su carrera, sus sueños, sus viajes, sus relaciones frustradas. Yo le hablé de mis libros leídos y mis cuentos escritos, de mi perro y del tedio de mi trabajo.

Era casi la madrugada cuando nos fuimos a despedir, cuando la besé.

Todo fue tan lento que pude ver cuando abrió sus ojos al separarnos. Me miró unos instantes y me dijo "Pasó mucho tiempo".

"Una vida", le dije.

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